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Polio: a 66 años de la pandemia y la otra gran campaña de vacunación

El 12 de abril de 1955, la vacuna contra la poliomielitis, descubierta por Jonas Salk, fue oficialmente declarada segura, efectiva y, gracias a su autor, libre de patente: aquel gesto de una sola persona salvaría la vida de millones.
lunes 12 de abril de 2021
Polio: a 66 años de la pandemia y la otra gran campaña de vacunación

Polio: su mero apócope sonaba a muerte. Fue la peor pesadilla de los padres –atacaba especialmente a menores de 9 años– y todavía son muchos los argentinos que la recuerdan. De esa época oscura emergerían, sin embargo, dos personas luminosas: Jonas Salk y Albert Sabin. Pudieron hacerse millonarios, pero renunciaron a las patentes de sus descubrimientos por amor a la especie, en favor de la salud universal.
Las circunstancias habían empujado a la ciencia a una investigación contrareloj. Los efectos de la polio –existente desde la prehistoria junto con la mayoría de los virus– así como sus consecuencias en el sistema nervioso y motriz, ya habían sido descritos por Jakob Heine, un ortopedista alemán, en 1840. Pero no fue sino hasta 1930 que comenzaron a brotar epidemias crecientes del mal en Europa y Estados Unidos. El pico de 1947 en Inglaterra, Austria, Alemania y Checoslovaquia alcanzó proporciones pandémicas en Europa, América del Norte, Australia y Nueva Zelanda.

En Argentina
En Argentina, la poliomielitis mostraba ya carácter endémico en ciertas zonas desde la década del 40. La sociedad la había asumido como un problema local y se organizaba para contenerla con los recursos disponibles.
En 1946 fue creada la Secretaría de Salud Pública, elevada a rango de Ministerio en 1949 a cargo del neurocirujano Ramón Carrillo. Además de disminuir drásticamente la mortalidad infantil, erradicar el paludismo, la sífilis, el tifus y la brucelosis durante su gestión, Carrillo había contenido la expansión de la polio en base a los criterios sanitarios de su época. El rango se mantenía en un promedio de cinco casos anuales cada 100.000 personas.

Pero sobrevino un golpe militar. Y con él, el desastre. El país –que no llegaba entonces a los 19 millones de habitantes– pasó de 871 contagios en el ‘54, reducidos a 435 en el ’55, para saltar a 6.496 casos (en su mayoría niños y niñas) en el año 1956. El 10% de esos afectados moriría, y un 25% quedaría con alguna discapacidad permanente.

La gente apelaba a su intuición. Se pintaban veredas y troncos con cal, imitando recursos aplicables a las bacterias e inútiles frente al virus. Algunos médicos prescribían gammaglobulina intentando reforzar el sistema inmunológico, se hacían vapores de eucalipto, se colgaban bolsitas de alcanfor al cuello de los más chiquitos.
Como había sucedido con la fiebre amarilla en la segunda mitad del siglo XIX, las familias ricas emigraban a sus estancias. Quienes no tenían a dónde huir, quedaban a la deriva. Se respiraba la hora del desamparo, que había cubierto al país como una nube.

“Mi padre había convertido nuestra casa en un hospital de campaña"
María Rosa Senet, médica e hija del también médico Ovidio Senet, un prestigioso pediatra argentino, conversó con Télam sobre aquellos años, cuyo paisaje completa con su testimonio, transcripto a continuación.

“Mi padre había convertido nuestra casa en un hospital de campaña. El living se llenó de colchones y chiquitos en tratamiento. Se probaba todo lo imaginable, como la estreptomicina, que lógicamente no servía porque no estábamos frente a una bacteria sino a un virus. No se tenía la noción clara de los modos de contagio y no se declaró ninguna cuarentena, salvo la suspensión de clases. La gente más temerosa se cuidaba de salir. En 1943, mamá, Arminda Roncoroni, había participado junto otras señoras de la sociedad porteña en la fundación de la Asociación de Lucha contra la Parálisis Infantil (ALPI) para la rehabilitación de esos chicos que cada día eran más. Pero en el ‘56 los casos se dispararon, nada alcanzaba”.

Colectas barrio por barrio
Ante la crisis, el gobierno militar destinó 40 millones de pesos a la contingencia mientras que las colectas realizadas barrio por barrio encontraron una adhesión popular que casi equiparó ese monto y llego a recaudar otros 37 millones en la suma de donaciones particulares. Ni la pandemia ni el golpe militar habían resquebrajado una cohesión social mayoritaria, que se expresaba desde la base misma de la comunidad.

Las 140 camas del hospital Muñiz estaban desbordadas. Se generaron nuevos espacios para la atención, se destinó dinero para capacitación de los médicos, la compra de elementos ortopédicos y de pulmotores. La esperanza estaba puesta ya en noticias que venían del norte: alguien había descubierto una vacuna. No obstante, los tiempos eran muy diferentes a los de este siglo y esa solución potencial estaba todavía lejos de América del Sur.

“Todos los días moría alguien a quien uno conocía”
El historiador Roberto Cortes Conde, ex Presidente de la Academia Nacional de la Historia y de la International Economic History Association, también accedió a compartir con Télam su perspectiva sobre la epidemia de la polio, que vivió muy de cerca en los años 50: “Yo tenía 24 años, ya era abogado y tenía un hijo de pocos meses y a mi mujer la mandé con ese hijo mío a Totoral, Córdoba. De mi generación conozco varias personas que tuvieron parálisis infantil, e incluso colegas muy cercanos, como Tulio Halperin Donghi. Uno escuchaba todos los días que moría alguien conocido, aun sin contar con la inmediatez actual de los datos estadísticos”.

La llegada de la vacuna a la Argentina
Las noticias acerca del descubrimiento de una vacuna en 1955 habían sido un faro de esperanza. Pero las fabricadas en los primeros meses eran todavía muy pocas. Pese al enorme gesto desinteresado del doctor Jonas Salk, la elaboración de su vacuna era compleja. El virus inactivado (que constituía el componente central) se obtenía sembrándolo en células renales del Rhesus, un tipo de mono que habitaba en la India, donde era venerado por cuestiones religiosas.

Así, aún con su patente liberada, la única fórmula de vacuna –que sólo Estados Unidos, Canadá y Gran Bretaña, estaban en condiciones de producir– tenía un alto costo de fabricación y un precio comercial 5,70 dólares por dosis. Esto dificultaba su adquisición para cualquier gobierno. Pero el apoyo internacional, ante lo que ya se señalaba globalmente como una peligrosa pandemia para la especie humana en su conjunto, involucró a líderes e instituciones mundiales en favor de la Argentina y su provisión.

Finalmente, el producto salvador llegaría al cono sur gracias a un fortísimo apoyo de las Naciones Unidas y de la Organización Mundial de la Salud. El embajador en Washington gestionó la compra de las vacunas y logró que el 10 de agosto de 1956 el gobierno norteamericano autorizara la partida de un millón de dosis para exportación.

Francisco Elizalde, secretario de Sanidad Pública, viajó a la semana siguiente a Nueva York y gestionó la adquisición de las vacunas, que fueron remitidas al país con la celeridad del caso gracias a que el país contaba con una recientemente fundada línea de bandera propia.
El esfuerzo de todas las partes involucradas fue reconocido por el correo con una estampilla de un peso en la que se leía: “Gratitud de los niños argentinos a los pueblos del mundo”.

Una campaña de vacunación sin precedentes
Tras la capacitación de equipos sanitarios y enfermeros, el 12 de septiembre de 1956 se aplicaron las primeras inyecciones en 44 escuelas de la Capital Federal.

El 6 de octubre de 1956 llegaron 507.000 dosis –que se sumaban al millón recibido en agosto– y el 20 de diciembre una tercera entrega de 2 millones. La distribución al interior se realizó por camiones sanitarios que recorrían el país y el ferrocarril nacional. El tendido radial ferroviario facilitó, para el caso, un rápido acceso a zonas del interior; en particular, el de la línea General Belgrano, que llegaba a las provincias del llamado “norte grande”.

En 1959 el gobierno de Arturo Frondizi adquirió dos millones de dosis Salk, a las que se sumaron 4 millones en 1960 y 5 millones de dosis en abril de 1961.
El suministro externo de vacunas se regularizó rápidamente; en 1960 ya funcionaban específicos programas de vacunación anti poliomielítica obligatoria para niños argentinos entre dos meses y 14 años, medida que se extendió a las embarazadas.

Patentar el sol
Jonas Edward Salk, cuya alegórica respuesta “Claro que no habrá patente. ¿Acaso se podría patentar el sol?” irradió al mundo tanto como su vacuna, había nacido en 1914, en Nueva York en el seno de una familia de inmigrantes rusos judíos de bajos ingresos. Sus padres se mudaron entre el Bronx, Harlem y Queens, y las perspectivas del sueño americano no parecían cumplirse en él, hasta que, mediante un sistema de méritos para las familias sin recursos, Jonas accedió a la Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva York en 1934, donde se graduó con méritos y se recibió en 1939.

Al cabo de seis años repartidos entre la medicina y la investigación, Salk –en un grupo liderado por Thomas Francis Junior–desarrolló la primera vacuna para la gripe, que se llegó a aplicar a soldados norteamericanos a fines de la Segunda Guerra.

Para Salk, el desafío mayor, terminado el conflicto mundial, era la amenaza de otro virus que se diseminaba fatal y vorazmente: la polio había afectado a más de 58.000 estadounidenses en el año1952 con el agravante de que la mayoría de sus víctimas eran menores de nueve años. Esto, y el hecho de que la patología presentaba, además, un componente social, dada su transmisión vía materia fecal al agua o alimentos contaminados en ámbitos con escasa infraestructura urbana, inspiraron a Salk a trabajar en su proyecto con especial interés.

La confianza y la necesidad llevarían entonces al ensayo clínico más vasto de la Historia: el descubrimiento de Salk se inoculó primero en 1.800.000 chicos y chicas estadounidenses de entre 6 y 9 demostrando un 90% de efectividad.

A partir de aquellas certezas, la campaña de vacunación norteamericana dio vuelta la historia de la enfermedad: el número anual de casos de polio, para 1957 se redujo a una décima parte respecto del peor brote; es decir, había bajado a 5.600 contagios.

Del amargo terror al terrón de azúcar

Albert Bruce Sabin –cuyo verdadero apellido era Saperstein–había llegado muy joven a los Estados Unidos escapando del antisemitismo de su Polonia natal. Graduado en la New York University –como su colega Salk– también investigó la forma de contagio de la polio y advirtió que si el virus infectaba a través del sistema gastrointestinal para después propagarse por la sangre, la inmunización, quizás podía lograrse por esa vía y generar allí los anticuerpos necesarios.

Sabin llegó a la fórmula oral, con virus vivos debilitados –tiempos después de que Salk lo hiciera con los desactivados– que experimentó en sí mismo y en sus propios hijos. Luego llevó la prueba a los ensayos clínicos de rigor y los resultados fueron un éxito. Las condiciones de traslado y operatividad en torno de su aplicación permitieron, mediante la popularizada “Sabin oral” –que empezó a usarse en Estados Unidos en 1957– una vacunación a gran escala, no solo en Argentina sino también, y en particular, en países con baja o nula infraestructura como para acceder a la versión hipodérmica.

Sabin, como Salk, murió de una insuficiencia cardíaca, dos años antes que su colega (1993 y 1995 respectivamente). También rechazó patentar a su nombre el descubrimiento que seguiría salvando vidas en cadena a lo largo y ancho del planeta, facilitado por la famosa versión del líquido rojizo en el terrón de azúcar.

América libre de polio
Progresivamente, en Argentina se tendió a reemplazar la vacuna inyectable Salk “inactiva” (de virus inactivados) por la vacuna Sabin oral viva, que empezaría a circular a principios de 1960 y presentaba mayor sencillez logística, además de tener menor costo.
A partir de la superación de las instancias epidémicas, se retomó luego la inyectable de Salk, por ser más segura en contextos masivos sin portadores del virus en una región determinada.

La contención de la epidemia le evitó a su vez al país un conflicto diplomático cercano. Chile y Uruguay, que no tenían epidemias en ese entonces, habían puesto en estudio la posibilidad del cierre de fronteras, lo cual finalmente no ocurrió.

Durante los años posteriores la administración de las vacunas, la pandemia quedó felizmente atrás, salvo algunos casos aislados. En Argentina, no se registra ninguno desde 1984 mientras que el último en América fue detectado en Perú, el 23 de agosto de 1991. El continente fue declarado libre de Polio en 1995.

Pese a todo, Afganistán, Camerún, Guinea Ecuatorial, Etiopía, Israel, Nigeria, Pakistán, Somalia y la República Árabe Siria han registrado casos de poliomielitis en el siglo XXI y su erradicación total aun es una deuda de la humanidad.

(Fuente: Telam)

 

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